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Entrevista al Jefe de la Misión Diplomática de Palestina en España, Musa Amer Odeh.

Estos días hemos visto a Mahmud Abbas solicitar al Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU) su ingreso como miembro de pleno derecho. ¿Por qué acudir a la ONU antes de conformarse como estado?

Nosotros declaramos nuestra independencia en 1988, a través de nuestro parlamento en el exilio, que representaba a nuestro pueblo dentro y fuera de Palestina, en la diáspora. Desde entonces, hemos sido reconocidos por más de 100 países, incluidos varios miembros del Consejo de Seguridad, como China, Rusia o India.

A pesar de esto, después de 20 años de conversaciones con Israel, -desde las conversaciones de Madrid en 1991- desafortunadamente, no hemos conseguido nada.

Durante este tiempo, los israelíes han incrementado las actividades de asentamientos, pasando de menos de 190.000 a más de medio millón existentes hoy. No sólo han seguido construyendo asentamientos judíos, sino que han levantado un muro en el corazón de la tierra palestina -no en las fronteras israelíes- confiscando nuestra tierra y demoliendo nuestras casas, especialmente en Jerusalén Este, donde no nos permiten construir, puesto que están intentando convertirla en una ciudad puramente judía, negándonos los permisos de construcción.

La Hoja de Ruta aprobada en 2003 por la comunidad internacional y por el Consejo de seguridad por medio de la resolución 1515, establece obligaciones para palestinos e israelíes; obligaciones que cumplimos pero frente a las que Israel no ha hecho nada: la primera obligación de los israelíes era terminar con la política de asentamientos, pero desde entonces hasta hoy estos asentamientos se han cuadriplicado.

¿Es esta petición a la ONU una llamada de atención a la comunidad internacional sobre la situación que vive Palestina?

A partir de esta experiencia negativa de estos casi 64 años, hemos decidido optar por otra vía. Así, entendemos que hay que sentar unas nuevas bases; puesto que creemos en la negociación, pero hoy ya queremos dar el paso de ser población ocupada a Estado ocupado, y en esos términos, negociar con el Estado ocupante.

Creemos en seguir negociando con los israelíes, pero sobre otras bases, porque con las existentes no ha sido posible. Por ellos, pedimos a las Naciones Unidas que nos reconozca como Estado, con las fronteras marcadas en 1967 y Jerusalén Este como capital.

No buscamos deslegitimar a Israel, pero sí le estamos diciendo a la comunidad internacional que ya es suficiente. No podemos seguir viviendo en el régimen de apartheid y ocupación al que nos tiene sometidos Israel.

Lo único que buscamos es tener paz con los israelíes, nosotros no los elegimos a ellos, ni ellos a nosotros, pero aquí estamos, y aquí están ellos, y tenemos que buscar la forma de vivir juntos: su estado y el nuestro.

No buscamos deslegitimarlos; por el contrario: si obtuviéramos el reconocimiento como Estado y la paz, eso legitimaría a Israel, legitimaría sus fronteras y su territorio.

¿Cuál sería la principal diferencia entre ser un territorio ocupado o un país ocupado?

La situación es completamente diferente, y significaría que todas las actividades israelíes en nuestro territorio serían ilegales.

¿Y la principal ventaja de ser un Estado miembro de las Naciones Unidas?

Seríamos un estado miembro de la ONU ocupado por otro miembro, lo que haría que el asunto fuera prioritario para las Naciones Unidas, y su solución, por tanto, más urgente.

¿Qué les parece la opción que proponen algunos países como más viable, de reconocerles no como Estado miembro sino como observador?

Nuestra solicitud formal es la de ser miembro de pleno derecho. Si obtuviéramos nueve votos y no hubiese veto, esta petición sería trasladada a la Asamblea General y se discutiría entre los miembros, situación en la que creemos que seríamos aceptados.

Pero EEUU ya anunciado que usará su derecho a veto si esto ocurre…

Sí.

En ese caso, si finalmente EEUU hace uso de su derecho a veto, pediremos a la Asamblea General que se nos reconozca como Estado no miembro; pero siempre como Estado y no como «entidad», como es el caso del Vaticano o fue el de Suiza –que fue durante 6 años estado observador, no miembro-.

Ustedes están reclamando las fronteras de 1967. ¿Cuáles son las fronteras que propone Israel, si es que éste es realmente el punto que está frenando las negociaciones?

No hay fronteras propuestas por Israel. Parece que lo que buscan realmente es perpetuar su ocupación. Hablan de paz, pero en realidad, con sus actos, están creando la guerra contra los palestinos; confiscando nuestra tierra, construyendo asentamientos, continuando la expansión del muro en el territorio palestino, arrestando y matando a nuestra población, demoliendo nuestras casas y ocupando Jerusalén Este, en contra de la ley y de las distintas resoluciones internacionales.

Estamos pidiendo un 22% de la Palestina histórica. Hemos reconocido y reconocemos al Estado israelí desde 1993, con la firma de los Acuerdos de Oslo, y lo que demandamos hoy es que se nos reconozca a nosotros.

¿Por qué no reconocer a Israel como Estado «judío»?

Ahora se nos exige por parte de Israel que, a pesar de haberle reconocido como estado desde hace casi 20 años, lo reconozcamos como estado judío, exigencia que no ha hecho a ningún otro país, y que además de constituir una provocación evidente, no podemos aceptar, porque afectaría a los derechos de 1.000.000 de palestinos que viven en Israel –que no fueron a Israel, sino que Israel «vino» a ellos- que de esta forma perderían sus derechos.

Ya reconocimos en su momento a Israel como Estado, lo que no vamos a hacer es reconocerlo como estado judío. Es una provocación y no vamos a aceptarla, es una demanda sólo hacía los palestinos, y no entendemos el porqué: el único que tiene que reconocer al otro Estado es Israel, y no poner nuevas exigencias como ésta de reconocer el carácter judío del estado israelí.

¿Es éste un conflicto religioso?

No. Es un conflicto político y, en nuestra opinión, no se debe incorporar la religión a este asunto. Queremos pedir a la comunidad internacional que se de cuenta de lo peligroso que puede ser darle un cariz religioso a un conflicto tan complicado. Para nosotros, Palestina es un Estado para todos sus ciudadanos: hay árabes, hay cristianos y hay judíos, y es lo que estamos pidiendo también a Israel: que sea un Estado para todos, no sólo para los judíos, también para los palestinos que viven –y vivían antes de la proclamación de Israel como Estado independiente- en su territorio. Si no, ¿qué pasará con ellos?

El reconocimiento a Israel como estado es algo que ya terminamos hace años, ya les reconocimos… lo que pedimos hoy es que nos reconozcan a nosotros.

No ha sido fácil para los palestinos ceder a Israel el 67% de la Palestina histórica, un importante y doloroso paso que ya dimos, y hoy queremos ser un Estado, junto a Israel, y sin más territorio que el fijado en la Hoja de Ruta de 1967.

¿Por qué se opone Israel a las fronteras de 1967?

Porque claman que no son seguras, que no pueden defender sus fronteras. Pero Israel es la primera potencia militar del mundo, tiene armas nucleares… mientras nosotros ni siquiera tenemos ejército.

Palestina es el lado débil que necesita defenderse, no Israel, y la única garantía para la seguridad de todos es la paz, no las armas, ni la militarización: la paz es la única garantía para la seguridad de Israel y no vendrá de la mano de la ocupación. Tenemos que terminar con la ocupación.

Necesitamos, queremos y merecemos nuestra libertad. Estamos perfectamente preparados para tener un estado democrático y moderno, y para mantener la estabilidad de la región. No podemos continuar así, necesitamos ser libres; más aún en un momento como el actual en que el mundo árabe podríamos decir que está «despertando»; Palestina no debe quedar apartada de nuevo.

Sólo queremos que se respeten nuestros derechos. Sabemos no tenemos el apoyo de EEUU -por el fuerte lobby judío que existe en este país- pero esta actitud nunca traerá la paz ni la seguridad a Israel, la única forma de tener estabilidad y seguridad es la paz, y la paz necesita de la justicia, y no hay justicia mientras se continúe una ocupación.

El pueblo palestino lleva demasiados años sufriendo por una situación que no viene de sus actos, no habían hecho nada para acabar así. No somos ni éramos responsables del sufrimiento judío en la segunda guerra mundial, pero hemos pagado sus consecuencias.

¿Estado palestino, cuándo?

Esperemos que ya, este año.. ayer.

Ese es nuestro derecho, y llevamos esperando demasiados años.

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Cooperar en Darfur (Sudán) no es hacerlo en cualquier sitio. Cuando la cooperación al desarrollo, la ayuda humanitaria o los programas de construcción de paz se llevan a cabo en una zona tan conflictiva como esta, aspectos como la sostenibilidad, la permanencia o la viabilidad quedan a expensas de variables que ninguno de los actores presentes en ese contexto puede controlar en su totalidad.

El conflicto de Darfur es un claro ejemplo de la pluralidad de causas que dan origen a un enfrentamiento armado. En ellas se mezclan la marginación económica y política de la población local, la competencia por los recursos naturales entre los grupos que habitan la región (árabes-negroafricanos, nómadas-sedentarios, agricultores-ganaderos) y el choque ideológico que prima a los árabes sobre las etnias denominadas africanas.

La situación de inseguridad y violencia en Darfur es alargada en el tiempo. La región –situada en la parte occidental de Sudán y con una superficie comparable a la de España- se ha visto influenciada de forma continua por los conflictos del vecino Chad, por la cruzada panarabista de Gadafi y por las desestabilizadoras dinámicas regionales en general. Aunque el inicio del conflicto se marca habitualmente en 2003 –cuando pasa a ocupar más espacio mediático a raíz de los bombardeos por parte del gobierno de Jartum- la región lleva en situación de conflicto ya desde los años ochenta del pasado siglo. El conflicto armado, las tensiones con milicias y gobierno chadianos y la despreocupación gubernamental han sumido a sus habitantes en unos niveles de pobreza e inseguridad alarmantes, hasta el punto de ser definida en 2003 como “la peor crisis humanitaria” -hasta que llegó el Tsunami en 2004-. Además de compartir los negativos datos que definen en su conjunto a Sudán -con algo más del 40% de la población viviendo por debajo el umbral de la pobreza-, en Darfur hay que añadir la sistemática falta de inversión, la ausencia de una mínima base industrial y una acusada degradación medioambiental que la convieten, en resumen, en la zona menos desarrollada de todo Sudán.

A finales de 2004 casi 200.000 sudaneses habían huido a través de la frontera de Chad y 1,6 millones de personas se convirtieron en desplazados internos en Darfur. Según datos de principios de 2009, unas 300.000 personas habían sido asesinadas como consecuencia del conflicto y 4,7 millones dependían de la ayuda humanitaria -sólo en Darfur-, de las cuales 2,7 millones habían tenido que abandonar sus hogares. Se trata de unas cifras que completan un panorama nacional en el que se estima que hay  hay 6,5 millones de personas que necesitan asistencia humanitaria para sobrevivir.

En términos políticos, el conflicto se ha desarrollado bajo el mandato de Omar Al Bashir -convertido en presidente a través de un golpe de Estado en 1989 y que acaba de revalidar su poder con las primeras elecciones celebradas desde 1986, en las que ha obtenido el 68% de los votos, según la Comisión Electoral del país-. Sobre Bashir, no lo olvidemos, recae una acusación formal de la Corte Penal Internacional (CPI) por crímenes de guerra y contra la humanidad; precisamente por su implicación directa en el conflicto de Darfur. Desde su posición de poder, Bashir se ha mostrado crecientemente opuesto a las acciones y organizaciones humanitarias.

El gobierno de Sudán ha buscado siempre minimizar las crisis y conflictos que vive su país -no sólo la que afecta a Darfur, sino también la que durante más de veinte años ha enfrentado al norte y al sur de Sudán-, a través de su evidente control tanto de los medios de comunicación como de la actividad de las organizaciones que operan en él. Con este objetivo, ha procurado siempre ir restando margen de maniobra a las entidades humanitarias internacionales en pro de las nacionales, más fáciles estas últimas de manejar; no necesariamente porque no sean críticas con el gobierno de Bashir, o menos capaces que las internacionales, sino segura y principalmente por el extendido sentimiento de que uno no debe morder la mano que le da de comer.

En marzo del pasado año, por ejemplo, al conocerse la decisión de la CPI de lanzar la orden de arresto internacional contra el presidente sudanés, a éste no se le ocurrió otra cosa que expulsar a 13 organizaciones humanitarias internacionales que trabajaban en el territorio sudanés. ¿La razón?: en palabras del propio Bashir, estas organizaciones eran algo así como “espías” que habían jugado en contra del gobierno durante la investigación de la Corte Penal Internacional. ¿El resultado?: en palabras de la portavoz de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU, más de un millón de personas sin comida y un millón y medio sin atención médica.

Posteriormente la decisión fue parcialmente revocada. De ese modo, mientras que algunas organizaciones -como Oxfam-Gran Bretaña y las delegaciones francesa y holandesa de Médicos Sin Fronteras (MSF)- se quedaron sin permiso para trabajar en Sudán, otras -como Oxfam-América, las secciones española, belga y suiza de MSF y algunas agencias de las Naciones Unidas- han podido seguir activas en el país.

El mayor impacto de esta decisión contra las ONG ha sido -como señalaba Alun McDonald (Oxfam Internacional)- que las asociaciones que han quedado en la zona han tenido que desviar sus programas de desarrollo a largo plazo, como por ejemplo los educativos, en favor de programas de ayuda de emergencia, al mantenerse la violencia en la zona y reducirse el número de organizaciones presentes, para poder atender así las necesidades más urgentes. Todo esto en una región en la que, debido al conflicto y a los cambios demográficos, millones de personas se han quedado asentadas en refugios improvisados, lo que deriva en una imperiosa necesidad para construir infraestructuras básicas, sin olvidar los proyectos a largo plazo, especialmente los educativos y de salud.
La actitud del gobierno de Bashir, utilizando los permisos para las ONG como moneda de cambio o elemento de chantaje, hace que esté siendo casi imposible invertir en esta región con una perspectiva de futuro, preventiva o que simplemente avance y contribuya a la construcción de una paz y estabilidad duradera. Por otro lado, la inseguridad para los trabajadores humanitarios es una constante en el trabajo, mientras se incrementan los secuestros y ataques directos a sus instalaciones y personal, que ha hecho que muchas organizaciones reduzcan su presencia de manera voluntaria.

La realidad es que, hoy por hoy, las posibilidades de trabajo en Darfur se reducen al ámbito puramente humanitario en el campo de la respuesta de emergencia. Por muy necesarias que sean estas actividades, queda claro que no se dan las condiciones para abordar proyectos de mayor alcance.

A pesar de que en los últimos años ha “descendido” la violencia en la zona, los ataques contra personal humanitario, civiles y fuerzas de Naciones Unidas siguen siendo habituales. Sin ir más lejos durante las elecciones presidenciales celebradas del 11 al 15 de abril, los observadores europeos abandonaron Darfur por la “imposibilidad de efectuar su labor en la zona” y el pasado 23 de abril un enfrentamiento entre el ejército del Sur de Sudán y las tribus darfuríes árabes se saldó con 58 muertos y 85 heridos, obligando a interrumpir el suministro de ayuda humanitaria en una de las zonas montañosas de Darfur.

Es así como política y asistencia humanitaria, acaban entrelazándose, en perjuicio de las víctimas de un conflicto que no tiene visos de solución a corto plazo. Tanto las milicias como el propio ejército toman, demasiado a menudo, a los trabajadores humanitarios y cooperantes como enemigos, como elementos molestos que trabajan a favor de una población que los primeros prefieren mantener sometida a sus dictados. La inseguridad hace que las organizaciones se planteen su presencia, los ataques contra los trabajadores hacen que éstos se replanteen también si compensa trabajar en ese terreno o si no será mejor ayudar a los darfuríes desde la sede central de su ONG. Básicamente, tanto la organización como el trabajador expatriado pueden acabar hartos de verse envueltos en una dinámica de violencia que no es la suya, en unas condiciones en las que resulta muy difícil mantener los principios de neutralidad e independencia en la asistencia humanitaria, y mientras aumentan las posibilidades de sufrir violaciones, secuestros y ataques de todo tipo.

Nos queda por ver qué pasará a partir de ahora en Sudán. La previsión inicial es que se celebre el próximo mes de enero el referéndum que debe determinar si el país se mantiene unido o si se produce la independencia de la región sur. Si esto último ocurre, algunos pronostican el fin del conflicto histórico entre el norte y el sur. Otros, por el contrario, sostienen que Bashir no permitirá de modo alguno que el sur -donde se ubican los principales yacimientos petrolíferos de Sudán- pase a otras manos, por lo que anuncian una vuelta a la guerra abierta. Mientras se despeja esa duda, es difícil imaginar que Bashir vaya a modificar su comportamiento con la población de Darfur y con los trabajadores humanitarios y las organizaciones de desarrollo que allí pretenden seguir trabajando.

En esas circunstancias, cabe suponer que la CPI mantenga su orden de arresto contra un presidente reforzado en su poder desde Jartum. Por su parte, no cabe esperar que los gobiernos que apoyan a la CPI vayan a mover un dedo para evitar la expulsión de las organizaciones humanitarias. De nuevo asistimos a un ejercicio de indignación formal de representantes de la ONU y presidentes y ministros de exteriores europeos. De nuevo también asistimos a la decepción de que esa indignación no vaya acompañada de ningún tipo de sanción al gobierno de Omar Al Bashir. De nuevo nos hacemos la misma pregunta, ¿de qué sirve una condena internacional si no va acompañada de sanciones de ningún tipo? ¿De verdad pensamos que al presidente sudanés le importa no poder pisar Europa o Estados Unidos?

La historia se repite demasiadas veces: condenas formales de castigo aplicado contra civiles -como en el caso del bloqueo israelí a Gaza-, mientras se sigue comerciando con el mismo gobierno que condenamos. Como siempre, asistimos al castigo fácil, contra quien no tiene cómo defenderse y no ha tomado ninguna decisión; porque si castigamos a los gobiernos de esos países nos castigamos a nosotros mismos al invalidar acuerdos comerciales o diplomáticos, castigaríamos nuestra cartera –algo impensable-… Mejor castigar a quienes siempre lo han estado, a los nadies -como les llama Galeano-, de Darfur en este caso.

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(En colaboración con Irene Arcas)

En 2009, China está de aniversarios. Son fechas que, seguramente, el ejecutivo de Pekín querrá que pasen rápido y a poder ser desapercibidos, aunque esto último no será fácil. Se conmemoran los veinte años de la masacre en la plaza de Tiananmen, los cincuenta del levantamiento en Tíbet en contra de la ocupación china, y también los cincuenta de la huida a India del Dalai Lama y la formación del gobierno tibetano en el exilio, y los veinte de la concesión a éste del Premio Nobel de la Paz. En este mes de marzo los tibetanos rememoran acontecimientos muy importantes de su historia contemporánea, pero no podrán celebrarlos con nadie: las puertas de entrada están cerradas. El gobierno chino -extraoficialmente- ha decidido denegar los visados a turistas y medios de comunicación durante todo el mes, así como cancelar los que ya estaban otorgados, por miedo a posibles manifestaciones con motivo de este quincuagésimo aniversario de los levantamientos tibetanos y el exilio del Dalai Lama. Aunque no existe una orden oficial -al menos pública- de cerrar el paso al Tíbet, diversas fuentes turísticas han confirmado esta noticia, en lo que parece ser una decisión de facto para impedir finalmente que en estas semanas se sumen a las manifestaciones tibetanas ciudadanos o corresponsales extranjeros.

No es la primera vez, y probablemente tampoco la última, que China impide el paso a Tíbet. Haya o no posibilidad de movilizaciones y protestas, lo cierto es que el gobierno de Pekín está tomando casi como costumbre esta opción de cerrar las puertas de la región cuando siente que se avecinan acontecimientos que no va a poder manejar, o que deteriorarán su imagen. De 1963 a 1971 el Tíbet permaneció totalmente cerrado a extranjeros y aún hoy no se conceden visados si no es a través de un viaje de grupo organizado por agencia. El año pasado, con la celebración de los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina, se organizaron, a favor de la independencia del Tíbet y en contra del gobierno chino, las mayores manifestaciones desde 1989, saldadas, según el gobierno tibetano en el exilio, con 200 muertos -21 según Pekín-. Como una más de las consecuencias derivadas de ello, las autoridades chinas prohibieron la entrada a turistas y periodistas extranjeros durante meses.

Eso no impidió que las protestas de marzo de 2008 se extendieran y fueran conocidas por todo el mundo. El gobierno chino, además de cerrar las fronteras a medios de comunicación y turismo, denegó las visitas al Tíbet de observadores internacionales- como el representante del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), o el del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que vela por el trato recibido por los prisioneros en todo el mundo y que nunca ha obtenido permiso para entrar en el Tíbet-. Aunque China forma parte de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, su gobierno no cooperó con el Comité de Naciones Unidas contra la Tortura (CAT) durante el estudio periódico en el que se revisó la conformidad de China con la Convención, ignorando así sus propias responsabilidades. En las conclusiones de este estudio, el CAT reitera su fracaso ante la petición expresa a China para que proporcionara los detalles de distintos eventos- como las manifestaciones en Lhasa, de marzo de 2008-, a lo que está obligada por su compromiso con la Convención y con el Derecho Internacional Humanitario.

No es de extrañar que Pekín crea que el movimiento en contra de su política pueda ser mucho mayor este año, aunque solo sea por la simbología que se deriva del cumplimiento de medio siglo desde que el Dalai Lama -tras el fracaso del levantamiento tibetano en 1959- tuvo que huir de la región. La presión ya es bien notoria en el Tíbet, donde se registran detenciones de monjes y se somete a estrecha vigilancia a los monasterios. Diversas fuentes informan de que se han producido incidentes y marchas callejeras en Aba -Sichuan-, en tanto que un centenar de monjes han sido arrestados en el monasterio tibetano de An Tuo -Qinghai- y tres personas se han quemado “a lo bonzo” durante la última semana en señal de protesta.

En paralelo a estas prácticas demasiado habituales por parte de China, este año su atención está más centrada en el frente de la comunicación. Pekín está reescribiendo su historia, y no escatima esfuerzos en la campaña que ha montado alrededor de lo que denomina “los 50 años de emancipación de los siervos liberados del feudalismo”. El pasado 2 de marzo se publicaba el libro blanco sobre la región- titulado 50 años de reforma democrática en el Tíbet– en el que las autoridades chinas defienden que el problema tibetano no tiene nada que ver con factores étnicos, religiosos ni humanitarios. Según su forzada visión de la historia, todo responde a un intento de “las fuerzas occidentales antichinas por contener, dividir y demonizar a China”. Por otro lado, las autoridades chinas acusan a los países occidentales de ser los responsables de la situación que vive actualmente Tíbet, por haber “confundido lo correcto y lo incorrecto” y “respaldar a su líder espiritual, el Dalai Lama”1. Además, se refieren a un Tíbet “pre-Pekín” donde “siglos de poder teocrático y servidumbre feudal asfixiaban la vitalidad de la sociedad tibetana”. Curiosa, cuanto menos, esta versión oficialista china que dibuja un Dalai Lama que representaba, y representa, a la “clase gobernante propietaria de siervos” que, en 1959, -siempre según China- abandona, con el objetivo de perpetuar el viejo orden feudal, el acuerdo pacífico sobre Medidas para la Liberación Pacífica del Tíbet, en el que se reconocía la necesidad de reformar el sistema social en esa región.

Cabe recordar que del 10 al 28 de marzo de 1959, la capital de Tíbet, Lhasa, vivió un levantamiento contra la dominación de Pekín, que fue violentamente reprimido por el ejército chino y llevó al exilio del Dalai Lama. A cincuenta años de esta represión, y de la anexión ¿definitiva? de Tíbet como región autónoma china, Pekín es escenario de exposiciones, obras de teatro y danza -entre otras actividades- que celebran y conmemoran lo que el gobierno califica como una inmensa mejora de las condiciones de vida de los tibetanos bajo su régimen.

Fuera del país, la versión que mayor fuerza toma es bien distinta: según la Campaña Internacional por el Tíbet “la represión de los derechos políticos, civiles y religiosos de los tibetanos en respuesta a las protestas del año pasado ha alcanzado niveles no vistos desde los años setenta”. Esta organización londinense denuncia que la represión estatal ha llegado a límites que no se habían visto desde los excesos maoistas de la Revolución Cultural (1966-1976). Por otra parte, el informe Human Rights Situation in Tibet: Annual Report 2008, publicado por el Tibetan Centre for Human Rights and Democracy, denuncia las constantes trabas que el gobierno chino pone a los medios occidentales en lo que a información sobre el Tíbet se refiere, además de señalar que las continuas denuncias en materia de derechos humanos en la región hacen pensar que “China no está aún preparada para ser la próxima superpotencia mundial” –claro, que la actual tampoco podemos decir que sea un ejemplo en esta materia-.

Pase lo que pase en este simbólico aniversario que hoy se inicia, lo cierto es que, cuanto menos, nos sirve para recordar uno de los focos de conflicto más antiguos de la agenda internacional. También nos debería servir para replantearnos los mecanismos internacionales de resolución de confrontaciones que conducen a la violencia, demasiado subordinadas a los imperativos de la real politik, con un fuerte sesgo a favor de los más fuertes. En el Tibet, como en muchos otros lugares del planeta, los intereses siguen arrinconando a la legalidad internacional y a la defensa de los valores y principios de supuesta validez universal. ¿Estamos condenados a que siempre sea así?

Notas:
1.- Europa Press, China acusa a Occidente de sus problemas con Tíbet, 2 Marzo 2009.